Patagonia es, a la vez, muchos imaginarios y unas cuantas realidades. Y hasta resulta difícil decir qué es producto de los sueños y qué una construcción piedra sobre piedra.
Las pinceladas de Benito Ruiz toman condimentos de ambas dimensiones. Sus cuadros recrean con perfección objetos y momentos de la Patagonia, pero a la vez implican una resignificación de todo lo que sus ojos observan. Una construcción sobre la construcción.
Porque no basta con elevar el candado a la categoría de pintura. La tarea más vasta es ser capaz de recuperar la emoción que conjugaba a aquel candado, el espíritu, si tal cosa existe, la textura de la infancia en que fue visto por primera vez.
Ruiz posee tal grado de magia y por eso se ha ganado un lugar como uno de los mejores de su clase. Nos retorna al viejo candado, a la puerta, a la tranquera, a la casa y a la casa mordida por la nieve. Nos lleva de viaje al campo, al pueblo y a la población en un tour que no pretende imitar la realidad sino más bien validarla desde la delicada memoria.
En esta ocasión Ruiz comparte cartel con el muy buen artista rioturbiense Alfredo Riquelme. Aquí es donde se teje una colaboración más que interesante. Es que mientras Ruiz nos mete de lleno a la cocina y al aroma del pan recién horneado, Riquelme emprende una road movie a partir de materiales bien urbanos, de restos, de flashes, pinceladas oscuras y certeras, fracciones de objetos cargados de misterio y osadía.
La puerta añeja de Ruiz introduce a los rostros fantasmagóricos, a la geometría y al cuerpo desnudo de un ángel alado que nos proporciona Riquelme. Hay más rostros de parte de Riquelme surgidos de entre las cenizas, propietarios de un secreto que se nos escapa. También barcos de papel teñidos a negro, bajo un cielo gris y a punto de emitir un grito; y cables y botellas, como manchados, como venidos de un futuro apocalíptico.
La suma de ambos imaginarios realza esta exposición que se ha dado en llamar “Visiones de la Patagonia”. Es la búsqueda de una definición a dúo entre la cultura campera y lo visceral del plástico y demás recovecos protomodernos. Todos válidos. Todos accesibles. Aunque siempre enclavados ambos en la tierra de los confines. No es lo mismo apuntar al mundo desde el sur que desde sus centros. El desafío cambia y se vuelve una aventura de conquista sobre paisajes nuevos.
En la última pared de
El Galpón de la Patagonia se observan una serie de instantáneas propias del tesoro lumínico que Ruiz ha encontrado en estancias y casitas semi rurales.
La sensación de exponerse a esta serie de 6 cuadros costumbristas, pero dueños de un hiperrealismo que sabrán apreciar las gentes que conservan estos recuerdos, es poderosa. Casi como enfrentarse a un viejo rollo de fotografías que nos cuenta quiénes hemos sido y quiénes han sido nuestros padres, abuelos y más allá.
Como si la vida transcurriera frente hasta nuestros ojos en un segundo, aquí, justo, donde los mapas se pierden.
La exposición permanecerá abierta hasta el 26 de septiembre en El Galpón de la Patagonia.